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Donald Trump, ¿populista?

7:30:00 a.m. Add Comment

Es probable que medios y analistas estén confundiendo de forma interesada 'estilo', ideas superficiales, gestos, mohínes y humor negro con política, con contenidos.

Por: Alpher Rojas / El Tiempo.

A propósito del estilo excéntrico de su campaña presidencial y la victoria como outsider de la política en Estados Unidos, un poco al margen de la disciplina partidista (radicalizó las líneas ideológicas republicanas hasta avecindarlas con el neofascismo, por lo cual recibió felicitaciones de la extrema derecha europea, Netanyahu y Uribe Vélez), diversos medios y no pocos analistas han dado en la flor de considerar al nuevo presidente –el pintoresco ultramillonario Donald Trump– como “un fenómeno populista”.

Trump ha movilizado mayoritariamente a sus compatriotas con un discurso incendiario, xenófobo y machista que pronto le ganó eficacia simbólica, “sin el apoyo de los grandes referentes del Grand Old Party”. Se apartó de la ortodoxia formalista y aplicó un lenguaje destructivo contra su frágil adversaria, la demócrata Hillary Clinton. La audacia de su mensaje le confirió autenticidad a ojos del sector más decepcionado del electorado de la derecha.

El equívoco y gratuito señalamiento de ‘populista’ no tiene nada de novedoso en el hemisferio occidental. Particularmente con la llegada de fuerzas alternativas democráticas en los años 70 y en el marco de la crisis de la deuda, tras la feroz represión de las dictaduras militares en América Latina y su distanciamiento de Estados Unidos, del FMI y del Banco Mundial, la expresión ‘populista’ se tornó en una especie de acusación moral lanzada para desacreditar a cualquier política o adversario, buscando asociarlo así con algo ilegal, corrupto, autoritario, demagógico, vulgar o peligroso.

Es un concepto gratuitamente estigmatizado de superficialidad por los ‘establishment neoliberales’, contra las tendencias democráticas que buscan canalizar institucionalmente la incorporación de las masas a la vida política. Así, les niegan viabilidad a los movimientos transformadores sin necesidad de asumir un debate serio de ideas y programas (como en Colombia con la muletilla del ‘castrochavismo’ instrumentalizada por la ultraderecha uribista contra el proceso de paz). Desde luego, tal estigma está desprovisto de cientificidad y hasta ahora no ha habido sustento filosófico serio para concederle estatus teórico a esa tacha.

En el caso de Trump, la interesada calificación corresponde a una asociación perversa formulada no para desacreditar la orientación política del magnate, sino para arrojar sombras sobre las nuevas corrientes sociales que claman por ingresar a la institucionalidad política e insubordinarse contra los rígidos preceptos de la tecnocracia neoliberal. Así, el adjetivo ‘populista’ parece poco más que un azote que busca dar credibilidad conceptual a nociones más antiguas y menos sofisticadas, como ‘demagogia’, ‘autoritarismo’ o ‘nacionalismo’. Pero no alcanza a ennoblecer la línea política de Trump.

Siguiendo al influyente filósofo político Ernesto Laclau, advertimos que la palabra ‘populista’ se utiliza con frecuencia simplemente para desacreditar ciertas ideas o decisiones de política económica heterodoxas, asociando a las personas o Gobiernos que las llevan adelante con cosas desagradables como el nazismo o la xenofobia. En todos los casos, el término entraña una connotación negativa. Habitualmente, cuando se habla de populismo se hace referencia a un tipo de gobierno asistencialista, demagógico, de inspiración nacional, que gasta más de lo que tiene y que pasa por sobre las instituciones y la ley amparado en la fuerza que le da el apoyo de esa entidad supraindividual llamada pueblo.

Es probable que en el caso concreto de Trump, medios y analistas estén confundiendo de forma interesada ‘estilo’, ideas superficiales, gestos, mohínes y, aun, humor negro con política, con contenidos. Y aunque formulaciones que se apartan de las líneas programáticas del republicanismo, como su propuesta antiglobalización o su contradicción con los tratados de libre comercio, puedan aparecer como ’referentes populistas’, ellas se contrarrestan con su recalcitrante racismo, sus políticas antiinmigratorias y la amenaza de deportar a millones de indocumentados, así como por el desvanecimiento de su temple en la medida en que avanza su negociación con los poderes duros del establishment republicano y se acerca la ceremonia de su investidura como presidente.

Contra la pedagogía de la crueldad, ¡a votar 'Sí'!

5:50:00 a.m. Add Comment

Una eventual superioridad electoral de la negación implicaría un retorno a la guerra en su expresión más inhumana y cruel.

Por: Alpher Rojas / El Tiempo.

Paradójicamente, el leve y efímero repunte del ‘No’ hace algunas semanas, impulsado por los mecanismos de miedo, medias verdades y los embustes globales del uribismo, logró el efecto contrario: una reacción en cadena, racional y dinámica, de los colombianos –en todos los órdenes de la pirámide social– en contra de la guerra y, a la vez, un nítido deslinde entre el proceso de diálogos y la imagen del gobierno Santos, que cabalga nerviosamente sobre el vacilante suelo del neoliberalismo económico.

En desarrollo de la campaña plebiscitaria, diversos sectores de la población –dado el calibre de las falsedades propaladas por los ilusionistas dogmáticos– recuperaron su capacidad de asombro y advirtieron que una eventual superioridad electoral de la negación implicaría un retorno a la guerra en su expresión más inhumana y cruel, y daría paso al copamiento del espacio público por la ‘parapolítica’, que ya nos infligió ocho años de control social coercitivo, de bulimia armamentista, de apoteosis minera y anorexia en el gasto público social.

Al borde del precipicio, los colombianos reflexionaron sabiamente: un revés en la confirmación de los acuerdos pondría, además, en evidencia el fracaso del sistema educativo y confirmaría el perverso influjo de algunos medios de comunicación (por su frivolidad y sus sesgos) en la falta de compromiso político de la ciudadanía.

La mayor responsabilidad del desastre caería irremisiblemente sobre la calidad educativa, puesto que sería la comprobación de que dicha institucionalidad, en lugar de producir conocimiento y cultura política democrática, habría estado inoculando creencias reactivas a los beneficios de la paz con equidad distributiva.

La sociedad, así confinada en su minoría de edad –por falta de conocimiento político y de fundamentos éticos–, dedicaría el tiempo productivo y sus espacios de reflexión, como autómatas secuenciales, a prácticas hedonistas, a asumir imaginarios de intolerancia, de autodestrucción y de terror en una perspectiva epidemiológica de contagio, proclive a procesos retardatarios como la “seguridad democrática”, tan escatológica en su estructura ideopolítica como sanguinaria en su operatividad metodológica.

Si llegara a ganar el ‘No’ –¡y los astros se apiaden de nuestro sufrido país!–, podría pensarse que las instituciones formativas enseñaron el mapa pero no las características del territorio; que educaron en anécdotas exóticas pero no enseñaron la historia popular, ni hicieron visibles las luchas de los campesinos ni los conflictos de los asalariados urbanos, mucho menos el dramático recorrido de las clases medias. En síntesis, no habría formado una opinión pública ilustrada para enfrentar el papel anestésico de los medios y la dominación de la política opresiva.

Tanto los medios electrónicos –TV y radio, especialmente– como los decadentes militantes del ‘No’ en las redes sociales, “se dedicaron a fijar un espejo falso y mentiroso ante la sociedad” (Rita Segato); a alimentar el morbo, la curiosidad por la tragedia del otro y a acostumbrarnos al espectáculo diario del sufrimiento, y así, pescaron incautos para usarlos contra el plebiscito.

Afortunadamente, las mayorías se percataron de que estaban siendo víctimas de un embaucamiento indecente y corroboraron con el comienzo de la desmovilización insurgente que las Farc se comprometieron por escrito y bajo palabra de honor a consolidar un proceso visible, exhaustivamente verificado por respetables organismos multilaterales del mundo democrático.

Hoy no hay una bandera más popular que la de la paz. Sin embargo, para hacer perdurable la convivencia tranquila se requiere el funcionamiento de nuevas instituciones políticas y un proceso de ‘circulación de élites’ que faciliten y no obstruyan ni dilaten el cambio social y económico. Para lograrlo es imperioso que impulsemos la dinámica ola ciudadana de la paz votando ‘Sí’ en el plebiscito.

La guerra corre ya hacia el olvido.

5:48:00 a.m. Add Comment

El trabajo de la ciudadanía consistirá en construir desde la cultura democrática del posconflicto una nueva mentalidad, con valores de ética universal.

Por: Alpher Rojas / El Tiempo.

En Colombia, pocas veces como ahora ha sido tan apropiada la denominación de ‘acontecimiento histórico’ para calificar los resultados de un proceso complejo, en cuyo curso se ha construido un marco novedoso para la resolución de conflictos político-militares, con ideas, argumentos y mecanismos innovadores y fecundos. Se trata de un hecho trascendental que llama la atención de investigadores de las más diversas disciplinas de las ciencias sociales en el campo de la paz y atrae la favorable recepción de las instituciones multilaterales y la prensa internacional.

El acuerdo final entre el Gobierno Nacional y las Farc abre un horizonte posible hacia el cambio de los paradigmas culturales, políticos y económicos que de forma tradicional han bloqueado las aspiraciones de edificar un país moderno y conviviente. Al mismo tiempo, auspicia un espacio público de diálogo y deliberación como medio para tramitar las contradicciones. El fracaso en la transformación del conflicto es lo que conduce a la violencia.

Al reflexionar sobre los postulados de la biología evolutiva, advertimos que la guerra es también un ‘agente ordenador’ que influye y determina la conducta social; constituye una matriz cultural orientadora de los entornos de convivencia e impacta negativamente el comportamiento ético de la sociedad. En tal sentido, el escritor Santiago Gamboa, en su libro “La guerra y la paz”, señala: “La guerra no solo forjó una identidad, sino que además organizó a la sociedad”.

En estos 60 años, el país se fue adaptando lenta e imperceptiblemente a una concepción guerrerista de sus relaciones sociales, la cual permeó profundamente la política, la economía y la producción de bienes culturales. Los escenarios del conflicto fueron reflejados en seriales televisivos en horarios triple A y se tradujeron en la glorificación biográfica de los capos de la droga y del paramilitarismo, al tiempo que presentaban omisiones maliciosas sobre los crímenes de Estado.

Ocho millones de víctimas –entre desplazados, desaparecidos y masacrados– y la más inhumana concentración de la propiedad y la riqueza como enormes huellas de la guerra subsidiaria, y una hegemonía ideológica que impidió a sangre y fuego la emergencia de alternativas políticas y reprimió el surgimiento de nuevas expresiones culturales son motivaciones suficientes para apoyar con entusiasmo el ‘Sí’ al plebiscito que marca el fin de la guerra.

Por cierto, este pasaje sangriento del país incidió de manera eficaz en la estructura institucional y en la cultura jurídica a tal punto que el ‘orden público’ adquirió supremacía entre los más importantes asuntos del Estado. En consecuencia, se produjo la sobrevaloración participativa de la Fuerza Pública en la dinámica institucional. Los gobiernos –a partir del Frente Nacional– hicieron uso frecuente y sistemático de los estados de excepción y en el curso de ese ejercicio se presentaron toda clase de arbitrariedades contra los derechos humanos. En términos presupuestales, la posición dominante de los programas de seguridad y defensa fue progresiva hasta llegar a la actualidad con un 5 % del PIB y 20 % del presupuesto nacional de gasto, en perjuicio de la inversión social en salud, educación y vivienda.

De acuerdo con el juicioso estudio de Dejusticia, la excepción era casi permanente: “En los 21 años transcurridos entre 1970 y 1991, Colombia vivió 206 meses bajo estado de excepción, es decir, 17 años, lo cual representa el 82 % del tiempo transcurrido. Entre 1949 y 1991 Colombia vivió más de 30 años bajo estado de sitio”.

Hace poco, el diario ‘El Espectador’ publicó un estudio que tristemente no ha tenido el impacto merecido. Esa investigación concluía que “Colombia es un país enfermo: hay varias generaciones que han crecido en el estrés postraumático, en la dificultad de aprendizaje, en la carencia de sueño, y todo como resultado de la guerra”. Las consecuencias de esa situación son imprevisibles, pero no se pueden ver ni medir, por ahora.

El trabajo de la ciudadanía consistirá entonces en construir desde la cultura democrática del posconflicto una nueva mentalidad, los valores de la ética universal, la armonía con la naturaleza, un modelo económico de auténtica prosperidad social y la sinergia de los espacios culturales, con base en una revolución educativa en la que el conocimiento se conciba como un patrimonio común y no como el feudo de una élite excluyente. El triunfo del bienestar social vendrá con la consolidación de un proceso de posconflicto cuyo centro sea una propuesta cultural de notable impacto.

Este cambio de perspectiva nos conducirá a que las generaciones venideras tengan en cuenta que ahora “se les abre el camino para relegar esta guerra a los libros de historia”. Y ese camino para superar el pasado de guerra y sus consecuencias patológicas es apoyar con decisión y entusiasmo el ‘Sí’ del plebiscito del dos de octubre como salida legítima hacia la paz anhelada.

Despertar del largo insomnio.

7:27:00 p.m. Add Comment

El dominio de los medios alternativos de comunicación y las redes sociales les permitió superar, a los movimientos por el cambio en España, la cultura simplificadora y selectiva de los medios subordinados al modelo y llegar masivamente a un público ansioso de nuevas propuestas.

Por: Alpher Rojas / El Tiempo

Aún cuando la sociedad española no proclame todavía su plena y definitiva emancipación de la pesadilla que ha constituido el decadente régimen del Partido Popular (con Aznar y Rajoy, como máscaras del fascismo decimonónico), los resultados recientes de los comicios municipales y autonomistas significan una refrescante sacudida democrática, un nuevo tiempo que convulsiona el escenario político tradicional y libera nuevas pulsiones constructivas.

En un continente en ebullición, ardiente de dramas, sueños y problemas, la emergencia de nuevas ciudadanías, movimientos sociales y fuerzas políticas concurrentes por su consanguinidad ideopolítica, la voz recia e independiente de Podemos –esa fuerza joven, activa, moderna, resueltamente colocada a la izquierda del espectro político–, puso los contenidos y la emoción indispensables para incorporar a los jóvenes, a las clases medias y a las organizaciones populares al desafío colectivo de luchar por replantear el sistema político español.

Esta estructura partidista novata, forjada como un modelo de participación democrática, en el que la horizontalidad es la clave de su organización, tuvo origen en el movimiento de los ‘Indignados’, con presencia en varios países europeos, y en enero del 2014 presentó un manifiesto para “convertir la indignación en cambio político” y constituir una amenaza real para el régimen bipartidista (del PP y del PSOE), “que había secuestrado la democracia”. Se trataba de encarar vigorosamente las herencias dejadas por los gobiernos tradicionales, “a través de la decencia, la democracia y los derechos humanos”.

El documento fue firmado por treinta intelectuales encabezados por el politólogo Pablo Iglesias, sus colegas Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón y la socióloga Carolina Bescansa, entre otros; sinergias concentradas para desafiar el viejo orden y provocar la irrupción de una democracia integral y de profundidad. Su consigna: la afirmación de los derechos con un relato movilizador, sin gritar demasiado y sin apelar a la agresión o a la violencia real o simbólica, solo con la fuerza de las ideas.

El liderazgo de Iglesias tuvo gran acogida y en las elecciones europeas (2014), Podemos logró cinco escaños, e Iglesias fue elegido eurodiputado.

Podemos resistió la avalancha neoliberal y conservadora que lo estigmatizaba como un elemento de “extrema izquierda”, “bolivariano”, “castrochavista” y “etarra”. Y cualificó el debate desde perspectivas éticas con la fuerza del conocimiento histórico, sociológico y cultural; alzó su voz para defender los derechos de los marginados, agrupar colectivos diversos, denunciar el debilitamiento de lo público y movilizar a las víctimas. Abrió espacios en los cuales los sueños colectivos tuvieron visibilidad pública. Como escribió Emir Sader, “cumplieron con el rol histórico de la resistencia popular como función clásica de la izquierda”.

El dominio de los medios alternativos de comunicación y las redes sociales les permitió superar la cultura simplificadora y selectiva de los medios subordinados al modelo y llegar masivamente a un público ansioso de nuevas propuestas. En ese empeño, contaron con la complicidad activa de las nuevas generaciones, de los sindicatos obreros y de renombrados artistas e intelectuales del país. Los puntos centrales del programa tuvieron el atractivo movilizador adecuado: “Acabar con la corrupción, pues es incompatible con la democracia; decidir el modelo económico con el que queremos vivir; recuperar la soberanía popular y decidir en todos los ámbitos la organización de nuestra sociedad”.

Iglesias y sus jóvenes compañeros son conscientes de que una revolución democrática fracasa o triunfa por ella misma, por el vigor de su propuesta, por la riqueza cultural de su mensaje, por la viabilidad y la comprensión individual y colectiva de su ideario sociopolítico, pero, sobre todo, por la fuerza moral de sus dirigentes. Pero defenderse del mal es una exigencia democrática, el ciudadano tiene derecho a no ser humillado.

Ahora, España ha girado hacia la izquierda por la franca determinación popular de luchar por disponer de una voz efectiva en la reconstrucción democrática de su sociedad y la resignificación de la dignidad personal.

Truman Capote: genio procaz e infidente.

11:54:00 a.m. Add Comment

Capote nunca dejó de ser el niño terrible de las letras norteamericanas. Y, como los niños, metía en todo su nariz respingona. No dejaba nada oculto.

Por: Alpher Rojas / El Tiempo.

Cuando era un niño, un grupo de especialistas examinó su coeficiente intelectual y lo proclamó genio. Truman Capote —como aquel personaje de Günter Grass— se negó a convertirse en adulto y paró de crecer, temiendo, tal vez, que con su niñez perdería también esa genialidad que lo hizo sentirse tan orgulloso ante sus profesores incrédulos, que antes lo habían declarado retardado mental.

Desde entonces, y durante los siguientes 50 años, Capote no dejó de ser el niño terrible de las letras norteamericanas. Exhibicionista e impúdico, procaz e infidente; como los niños, metía en todo su nariz respingona, y no dejaba nada oculto. Con la diferencia de que, como niño genio, buscó la manera de narrarlo con arte.

Ya antes de los 10 años escribió un relato producto de sus acechos a unos vecinos que parecían traer “algo raro entre sus manos”, del que se publicó la primera parte en un periódico infantil, pero cuya segunda parte no vio la luz debido a que las buenas gentes de Nueva Orleans consideraron que se estaba metiendo de manera indebida en la vida privada de algunas personas. En esa ocasión, el pequeño Truman optaba a un premio literario para niños, consistente en una mascota. Como se ve, desde la niñez parecía haber adoptado el principio que confesará en su madurez, de no escribir nada que no le reportara una ganancia económica.

Medio siglo después del incidente del concurso infantil, y habiendo pasado por el éxito de ‘Otras voces, otros ámbitos’, ‘Desayuno en Tiffany’s’ y ‘A sangre fría’, hizo lo mismo con la vida privada de los miembros del ‘jet-set’ neoyorquino alborotando el cotarro con la publicación de algunos capítulos de ‘Plegarias atendidas’, en la que deja claro que las confidencias e intimidades de los amigos famosos son para aprovecharlas como material literario, aun a riesgo de perder el aprecio de aquellas personalidades que con tanto esmero había cultivado.

Pero ¡qué diablos!, ya había alcanzado la cima de la celebridad, de la fortuna económica y —tal vez lo presentía— de su ciclo vital. Además, sus editores lo apremiaban, toda vez que desde 1967 había firmado contrato y recibido considerables adelantos por los derechos del libro. De todas formas, después de casi 18 años anunciándola, ‘Plegarias atendidas’ quedó como obra póstuma inacabada: “Genio y figura hasta la sepultura”.

Sin embargo, contrariamente a esa inmadurez emocional —que él mismo se criticó—, su madurez de escritor se desarrolló, afianzada en una disciplina sin paralelo adoptada desde su más temprana edad, cuando se dedicó a adquirir y perfeccionar las herramientas propias de ese oficio, en febriles jornadas de trabajo que hablan de una definición vocacional surgida desde su niñez. ‘A sangre fría’ es la culminación de una larga etapa de su vida, dedicada con virtuosismo a la búsqueda de la perfección del estilo, su obsesión más constante.

A partir de 1967, Capote poco quiso saber del rigor y la disciplina anteriores. Inesperadamente millonario, se dedicó a dormir sobre los merecidos laureles conquistados y al disfrute de la vida que su incomparable nivel de autoexigencia artística le había impedido, al punto de que durante el período comprendido entre 1966 y 1984 —año de su muerte— solo publicó ‘Música para camaleones’, obra irregular con momentos cumbres y caídas abismales.

Un inmenso vacío afectivo lo acorraló entre el vicio y los desplantes publicitarios, y mientras su talento entraba en barrena, su ego se elevaba como mecanismo de defensa. Un ego sustentado en el pasado, razón por la cual reveló las confidencias de las celebridades de su época de oro, para que no se olvidara que esas estrellas habían estado en sus manos.

Yukio Mishima profetizó que Truman Capote se suicidaría. Aparentemente no se cumplió la profecía. O el mismo Capote propició su cumplimiento lento deteniendo el ritmo de su trabajo, que lo mantenía vivo y joven. O, lo que es más seguro, el equilibrado y desdibujado hombrecito que murió en 1984 después de cotorrear y escandalizar durante los 15 años anteriores no fue Truman Capote, el mismo que en 1965 concluyó su novela ‘A sangre fría’ y se inscribió en la galería de los grandes maestros norteamericanos, al lado de Hemingway y Faulkner.

Es probable que quien murió en su apartamento de Los Ángeles en el año 84 fuera un impostor. A lo sumo Truman Parsons. Porque lo que es Truman Capote, el genio, murió el 14 de abril de 1965, en una prisión de Kansas, al lado de los asesinos de los Clutter, Dick y Perry. Truman los amó tanto que se enterró con ellos.